El Explorador Primero Solomon
Decium se revolvió intranquilo en el puesto de cola de la nave de reconocimiento
Alveus. Dejó de tomar notas un momento y miró abajo, hacia el planeta que
parecía cubrir medio cielo. Chiros era una joya refulgente de azul y turquesa,
un hermoso planeta que seguía su rutina eterna de traslación y rotación. La
Alveus orbitaba perezosamente a cuatrocientos kilómetros sobre él.
Solomon sabía exactamente qué
estaban buscando, pero eso no disminuía su ansiedad. Había recibido
instrucciones muy precisas del Almirantazgo acerca de su cometido en Chiros,
instrucciones que no había compartido con ninguno de los cinco miembros de la
tripulación y que durante días le habían mantenido en un estado de perpetuo
nerviosismo. El resto de los tripulantes creían que estaban haciendo un mero
estudio climático del planeta, y se dedicaban a ello con la eficiencia que les
otorgaba su ignorancia. Pero Solomon sabía la verdad: Tiránidos.
Se esperaba que llegasen
Tiránidos a Chiros. Cómo demonios se sabían esas cosas, Solomon lo ignoraba,
pero el caso es que el Almirantazgo estaba sumamente nervioso por una posible
infestación en Chiros y quería estar al tanto de cuanto ocurriera allí. La
Guardia Imperial ya debía estar en marcha, los regimientos seguramente estarían
ya viajando hacia el sector, los colosales engranajes imperiales estarían
rechinando en esos momentos para defender el preciado planeta granja. O eso
esperaba Solomon.
Llevaban dieciséis días en
órbita, y lo único que habían visto eran unos bólidos cayendo sobre las
Llanuras Pevian, escombros espaciales que dejaron un efímero rastro brillante
antes de desaparecer en la atmósfera. Nada interesante.
Fue algo tan diminuto como un
pequeño piloto rojo que parpadeaba en silencio lo que sobresaltó a Solomon,
haciendo que se golpease el cogote contra la estrecha cúpula de observación.
Era la señal, esperada pero, aún así, sorpresiva. Algo se acercaba.
Solomon cogió el magnificador
visual y enfocó nerviosamente hacia varios sectores. Tardó más de un cuarto de
hora en poder ver algo que no estaba allí una hora antes. Unas ligeras hebras,
tan finas que Solomon consiguió distinguirlas solo gracias al zoom del
magnificador, parecían extenderse a cámara lenta hacia Chiros. Mientras
observaba, las finas líneas parecían bifurcarse y dividirse, avanzando hambrientas hacia la atmósfera del planeta.
Solomon sabía que, a pesar de su aparente lentitud, aquellas largas manchas
surgidas del espacio se movían a muchos miles de kilómetros por hora. Era algo
con la velocidad de un asteroide, pero mucho más peligroso que cualquier
asteroide. Hizo unos frenéticos cálculos: doscientos quince minutos hasta el
contacto con la superficie del planeta. Tomó la tablilla, apuntó varias cosas,
activó el comunicador y comunicó a tierra su descubrimiento. Después codificó
todo ello en un mensaje compacto, casi todo números y cifras, y lo envió al
Navegante de a bordo para su transmisión al Almirantazgo. Hizo todo aquello con
eficacia militar, y volvió a estudiar su descubrimiento mientras tomaba notas.
A medida que se acercaba a la
mole del planeta, el enjambre parecía empequeñecerse en comparación. En
ocasiones, las hebras eran casi invisibles. En algunos momentos la luz del sol
local incidía sobre ellas de tal forma que provocaba miles de diminutos puntos
brillantes, tal vez hielo producido por el frío interestelar, tal vez caparazones
de seres vivientes.
Seres vivos. ¿Cómo podía una
especie entera, sin maquinaria, naves ni instrumentos de ningún tipo, cruzar el
vacío del espacio? ¿Cómo podían esos seres haber venido, como decían algunos,
de otra galaxia que tal vez se encontraba a miles o millones de años luz?
Solomon, con un pensamiento repentino, se percató de que aquellas hebras
brillantes, en apariencia insignificantes, debían de contener en realidad
millones, billones de toneladas de materia viva, palpitante y hambrienta. Lo
que parecían meros retales de las inmensas flotas enjambre Kraken, Medusa y
Jordmundgar, podía en realidad representar la perdición de un mundo entero. Se
preguntó cómo vivirían en Chiros la llegada de la invasión. Dudaba que nadie,
aparte de los más altos cargos del Gobierno, supiera lo que se avecinaba en
todo el planeta. Imaginó a los habitantes mirando las extrañas manchas en el
cielo, investigando el lugar del impacto y descubriendo la terrible verdad.
Imaginó los seres de pesadilla que viajaban en esa tenue nube espacial, seres
capaces de devorar tanques, o de infestar una ciudad colmena poniendo huevos de
los que nacían híbridos espantosos, o de digerir toda la biomasa de un mundo con los
terroríficos Enjambres Devoradores. Solomon empezaba a comprender el auténtico
horror que representaban los Tiránidos.
Había comenzado a sudar. Las
finas hebras del enjambre Tiránido estaban ya adentrándose en la brillante
atmósfera de Chiros.
Hostia, muy MUY cojonudo, tío!! Enhorabuena!!!
ResponderEliminarMuy currado, sin duda!
ResponderEliminarQué ganas de saber cómo acaba todo
Solo digo una cosa...se estan empezando a producir revueltas populares en los sectores bajos del planeta...
ResponderEliminarCojonudo Maxi, vas a hacer que eche de menos quedarme para ver el final :D
ResponderEliminarTiránidos.... buah.
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