Ignatius avanzó cautelosamente entre las sombras del fondo del Desfiladero. A sus espaldas pudo oír los sutiles sonidos provocados por el resto de su escuadra de exploradores a medida que se movían entre los arbustos lanza y las grandes hojas de las palmeras. Se estaban acercando al final del Desfiladero Nero, un surco profundamente abierto en la roca gris de las montañas, un estrecho paso entre las llanuras Pevian y las tierras altas de cultivo.
El jefe de la estación hidropónica había enviado a Ignatius con sus ocho hombres a través del Desfiladero con una simple misión: comprobar que no había nada extraño al otro lado, en las llanuras. Varios días atrás se habían visto extraños bólidos nocturnos cayendo más allá de las montañas, rojas cintas de fuego que parecían naves en reentrada o pequeños asteroides ardiendo en la alta atmósfera. Los encargados de la estación querían asegurarse de que nada iba a enturbiar la duradera paz de las granjas, nada más. Eso, y mantener los beneficios de la última estación.
Ignatius llegó al final del desfiladero y miró abajo, al valle. Vio humo, un humo negro y espeso que se alzaba desde donde debería haber estado la primera aldea. Oyó un lejano eco que no supo identificar, un ruido profundo y prolongado que ceso de pronto. Comenzó el descenso con sus hombres siguiéndose, convencido cada vez más de que algo iba terriblemente mal.
Cráneos.
Cientos de cráneos ensangrentados, cubiertos de fango y otras sustancias irreconocibles, adornaban la extensión yerma y calcinada que hasta la semana pasada era un asentamiento de cazadores. Era, por lo visto, el único esfuerzo que los atacantes habían hecho después de matar a todos los habitantes: no habían saqueado nada, no se habían interesado por los equipos de radio, no habían tocado los cuerpos destrozados, que yacían donde habían caído.
Ignatius oyó a sus espaldas un alarido tan violento que prácticamente se tiró cuerpo a tierra. Se giró aterrado y vio tres gigantescos guerreros en servoarmaduras carmesíes, colosos cubiertos de sangre que emergían aullando de la vegetación. Casi en el instante mismo de volverse, vio como el primero de ellos convertía a uno de sus hombres en un surtidor de sangre con un hacha descomunal. El segundo cargó como un poseso contra Sven, que descargó su rifle láser sobre su pecho de forma mecánica, eficaz, militar. Sven siempre había sido metódico. El guerrero carmesí ni siquiera se detuvo, a pesar de que su placa pectoral humeaba por la sobrecarga láser. Sven murió mientras trataba de recargar su rifle, con la cabeza separada del cuerpo.
Durante tal vez medio segundo, Ignatius sopesó la huida. Luego empezó a disparar loca, ciegamente, hacia los guerreros que parecían no inmutarse.
Minutos después, Lord Skarragh, Señor de Khorne, se acercó a la escena de la matanza mientras varias docenas de Berserkeres surgían de entre los arbustos. Los nueve exploradores yacían muertos, en estados más o menos reconocibles. Lord Skarragh vio los emblemas de las Fuerzas de Defensa Planetaria y casi sonrió. Levantó el torso de Ignatius, separado de sus piernas, y acarició el rostro distorsionado del hombre con sus cuchillas relámpago. Luego agarró el cráneo de Ignatius y, distraídamente, lo estrujó hasta que restos líquidos de lo que había sido su cabeza resbalaron por su antebrazo. Arrojó el despojo a un lado y miró a los bersérkeres que lo rodeaban.
- ¡En tres días solo he matado a cien insectos humanos! ¡No hay descanso para los que sirven a Khorne! ¡Ahogad este planeta en sangre y horror, no descanséis, no paréis de extender Su palabra!
Con un rugido demente, los psicóticos marines respondieron:
- ¡SANGRE PARA EL DIOS DE LA SANGRE!
Y formaron una marea roja de ceramita y hachas que se precipitó al desfiladero, hacia las granjas, hacia las colmenas, hacia los baluartes leales, hacia la matanza.
Cojonudo, as ussually.
ResponderEliminarQue ganas ya de que empiece, aunque me lo vaya a perder.
ResponderEliminarUna carga de 10 berserkers debe de ser digna de verse.
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