viernes, 14 de septiembre de 2012

Campaña de Chiros: Necrones [relato]



Explorar las antiguas ruinas era divertido, pero a Chadu no le gustaba tanto perturbar la paz de antiguos campos de batalla. Le parecía… poco respetuoso para los que habían luchado ahí.

Chadu y Chani, a sus doce años, tenían en las ruinas su parque de atracciones ideal. Durante años las había explorado y habían encontrado pequeños tesoros, objetos y minucias de tiempos remotos que para ellos eran auténticos hallazgos. Hoy, a Chani se le había ocurrido a ir a los campos sombríos del sur, donde normalmente no les permitían ir porque había serpientes y zonas pantanosas. Le explicó a Chadu la historia de las grandes batallas que habían tenido lugar aquí siglos, milenios atrás. Grandes hordas de guerreros habían luchado y muerto justo aquí. Sus cuerpos debían reposar aún entre las cañas y los fuegos fatuos (aunque Chadu sabía de sobra, igual que su amigo, que los cuerpos acaban desapareciendo tras “milenos” de putrefacción). 

Recordaba, no obstante, la historia de un mercachifle que pasó por el pueblo exhibiendo un “Muerto de Metal” hace unos años. Aunque ellos eran muy pequeños y no les habían permitido verlo, sus hermanos mayores dijeron que el mercader llevaba un gran esqueleto metálico, cubierto de liquen y moho, que les miraba con ojos fríos colgado en un gancho. Dijeron también que el Muerto de Metal no parecía de metal, sino de alguna sustancia más maleable y no tan rígida. Alguien dijo que era de goma. Y, aunque se rieron, todos comprobaron que el Muerto de Metal tenía algo de siniestro, y salieron nerviosos de la tienda del comerciante. Tal vez haya más Muertos de Metal en los pantanos, pensó Chadu con un escalofrío.

Oyó un grito de Chani y se sobresaltó. Pero inmediatamente se dio cuenta de que era un chillido de sorpresa. Corrió al lado de su amigo, que le hacía señas desde un lugar especialmente tupido. Se abrieron paso entre altas cañas y lianas, mientras Chani repetía una y otra vez “mira lo que he encontrado, ¡son Muertos de Metal!”.

Lo eran. Chani retiró unos helechos y Chadu pudo ver no uno, sino varios esqueletos metálicos de pie en un claro. Eran altos, de más de dos metros, y cada uno sujetaba un arma de aspecto extraño, con un apagado brillo verdoso. Los chicos se quedaron mudos de sombro. Los Muertos estaban en perfecta formación. Tal vez llevaban allí cientos, miles de años. ¡Nadie se lo creería!

Mientras miraban la insólita formación de estatuas, vieron un resplandor verdoso que se hacía visible tras ellas. Cuando trataron de verlo mejor, se desató un tremendo fragor de ruidos metálicos y rayos de luz verdosa. Todo fue tan súbito y ensordecedor que los chicos se agazaparon sin decir palabra, pasando del asombro al terror. 

Los Muertos de Metal se irguieron de pronto, como un ejército en perfecta formación. No hicieron ruido alguno: ni chirridos, ni chasquidos, nada. Las armas adquirieron un brillo refulgente, al igual que los ojos y los pechos de los soldados-robots. Los seres miraron, con perfecta e idéntica coordinación, a los espantados chicos.

Chani se puso en pie como impulsado por un resorte e hizo algo que recordaría y lamentaría el resto de su vida: echo a correr ciegamente por el cañaveral hacia su casa. Mientras las zarzas y helechos le fustigaban y arañaban el cuerpo, notó a sus espaldas, casi simultáneamente, el grito aterrado de Chadu, una letal descarga de calor y un espantoso olor a ozono y carne quemada.

Desde el pueblo vieron a Chani correr desaforado, vociferando. Tras él, el pantanal entero parecía agitarse y brillar con luz verdosa. Los pueblerinos oyeron cosas terribles que venían del pantano y muchos elevaron una plegaria al Emperador Benefactor.  Algo aterrador y ancestral había despertado.

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